Publié en 1886, Le Château d'Ulloa est le chef-d'oeuvre du roman naturaliste espagnol, et une peinture terrible de la décadence du monde rural galicien et de l'aristocratie. Don Pedro Moscoso, marquis d'Ulloa, un gentilhomme campagnard de Galice,vit une existence primitive et pleine d'une sensualité élémentaire,dans l'isolement de son domaine. Un jeune chapelain nouvellement arrivé au château, Julian, tente de le sortir de cette féodalité archaïque. Don Pedro, qui espère un héritier légitime, se marie avec une femme de la ville, Nucha, et le prêtre a l'impression qu'une vie nouvelle commence pour son protecteur. Mais après la naissance d'une fille, le marquis reprend sa liaison avec Sabel, sa servante, dont il a déjà un fils, et retombe sous la coupe du père de celle-ci, le sinistre Primitivo, qui le vole et flatte son orgueil, sa paresse et ses vices. Dans un climat au tellurisme fascinant, le roman développe le conflit entre instincts et morale, paganisme et religion, pessimisme chrétien et traditionalisme désuet, forces magiques ou sournoises de la nature et fragilité de l'homme.
Micaelita Aránguiz, jeune fille appartenant à la grande bourgeoisie galicienne, très amoureuse de son fiancé, répond pourtant « non » devant l´autel. Que s´est-il passé ? Lu et étudié dans les collèges et lycées, ce texte dénonçant de façon extrêmement subtile les violences faites aux femmes est en Espagne un grand classique.
Dans ces 21 textes, la grande nouvelliste espagnole s'interroge sur la violence contre les femmes sous toutes ses formes : physique, psychologique, morale, judiciaire, sociale. Sa plume directe et franche - teintée toutefois de l'humour et de l'ironie qui la caractérisent - évoque la brutalité, la jalousie et le despotisme, brosse le portrait de femmes victimes des hommes, parfois aussi d'elles-mêmes, fait le procès d'une société leur offrant peu d'horizons et condamnant durement leurs erreurs.
En aquellos dias de angustia y zozobra, surcados por relampagos de entusiasmo a los cuales seguia el negro horror de las tinieblas y la fatidica visión del desastre inmenso; en aquellos dias que, a pesar de su lenta sucesión, parecian apocalipticos, hube de emprender un viaje a Andalucia, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oi en el comedor de la fonda, a mis espaldas, garrulo alboroto. Me volvi, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reia a carcajadas. Al punto comprendi: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacia, corri a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:
-¿Qué tienen ustedes que decir a esta senora? Porque a mi pueden dirigirse.
Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
-Mejor haria usted, ¡barajas!, en defender a su pais que a los espias que andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debian de ser imponentes cuando me lancé sobre el que asi me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corri para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofreci el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brio escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...
Bajo el manto de estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende mostrando a trechos la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes mas amplios, la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario, el cadaver de la Historia.
Gente alegre y bulliciosa discurre por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados con los contadinos, labriegos de la campina que han acudido a la magna ciudad trayendo cestas de mercancia o de regalos. Sus trapos pintorescos y de vivo color les distinguen de los burgueses; sus exclamaciones sonoras resuenan en el ambiente claro y frio como cristal. Hormiguean, se empujan, corren: aunque no regresen a sus casas hasta el amanecer -que es cosa segura-, quieren presenciar, en la Basilica de Trinità dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesù Bambino.
-Si; el Papa en persona -no como hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque todavia Roma le pertenece- es quien, en presencia de una multitud que palpita de entusiasmo, va a arrodillarse alli, delante la cuna donde, sobre mullida paja, descansa y sonrie el Nino. Es la noche del 24 de diciembre: ya la grave campana de Santangelo se prepara a herir doce voces el aire y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de Trinità.
Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleida, fueron juntandose, juntandose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharian o no se desharian en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legitima lluvia de estio, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfia, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rapidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colandose como podian al través de la copa de los arboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales de lagrimas por un semblante rugoso y moreno.
Bajo un arbol se refugió la pareja. Era el arbol protector magnifico castano, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecia lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: arbol patriarcal, de esos que ven con indiferencia desdenosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reian de verla caer a distancia y de oir cómo fustigaba la cima del castano, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las ramas, filtrandose hasta el centro de la copa y buscando después su natural nivel. A un mismo tiempo sintió la nina un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se rien lo mismo las contrariedades que las venturas.
Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las relaciones entre German Riaza y Amelia Sirvian. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se habia acostumbrado a creer que German y Amelia no podian menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma. Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habian ascendido a institución. Diez anos de noviazgo no son grano de anis. Amelia era novia de German desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo. ¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para ensenar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latia de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decia en algún grupo de senoras ya machuchas, un cromo, un grabado de La Ilustración. German la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel halito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerisima y recogió un si espontaneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el dia siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amorios. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de German, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararia en justas nupcias asi que German acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.
Nupcias, se notaba alli que el séquito de la novia lo componian hembras, y sólo individuos del sexo fuerte formaban el del novio. Advertiase asimismo gran diferencia entre la condición social de uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho mas numerosa, parecia poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes senoriles: que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas humanas habialas de pocos anos y buen palmito, risuenas unas y alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de llorar, con la despedida. Media docena de maduras duenas las autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo de amigas se apinaba en torno de la nueva esposa, manifestando la pueril y avida curiosidad que despierta en las multitudes el espectaculo de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sabian: a la novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, diversisima de la conocida hasta entonces. Contaria la heroina de la fiesta unos diez y ocho anos: aparentaba menos, atendiendo al mohin infantil de su boca y al redondo contorno de sus mejillas, y mas, consideradas las ya florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda su persona.
Fuera, llueve: lluvia blanda, primaveral. No es tristeza lo que fluye del cielo; antes bien, la hilaridad de un juego de aguas pulverizandose con refrescante goteo menudo. Dentro, en la paz de una velada de pueblo tranquilo, se intensifica la sensación de calmoso bienestar, de tiempo sobrante, bajo la luz de la lampara, que proyecta sobre el hule de la mesa un redondel anaranjado.
La claridad da de lleno en un objeto maravilloso. Es una placa cuadrilonga de unos diez centimetros de altura. En relieve, campea destacandose una figurita de mujer, ataviada con elegancia fastuosa, a la moda del siglo XV. Cara y manos son de esmalte; el ropaje, de oros cincelados y también esmaltados, se incrusta de minúsculas gemas, de pedreria refulgente y diminuta como puntas de alfiler. En la túnica, traslucen con vitreo reflejo los carmesies; en el manto, los verdes de esmaragdita. Tendido el cabello color de miel por los hombros, rodea la cabeza diadema de diamantillos, sólo visibles por la chispa de luz que lanzan. La mano derecha de la figurita descansa en una rueda de oro obscuro, erizada de puntas, como el lomo de un pez de aletas erectas. Detras, una arquitectura de finisimas columnas y capitelicos aureos.
La campanilla de la puerta repicó de un modo tan respetuoso y delicado, que parecia un homenaje al dueno de la casa; y el criado, al abrir la mampara de cristal, mostró sorpresa -sorpresa discreta, de servidor inteligente- al oir que preguntaban:
-¿Es buena hora para que Su Alteza se digne recibirnos?
El que formulaba la pregunta era un senor mayor, de noble continente, vestido con exquisita pulcritud, algo a lo joven; el movimiento que hizo al alzar un tanto el reluciente sombrero pronunciando las palabras Su Alteza, descubrió una faz de cutis rosado y fino como el de una senorita, y cercada por hermosa cabellera blanca peinada en trova, terminando el rostro una barba puntiaguda no menos suave y argentina que el cabello. Detras de esta simpatica figura asomaba otra bien diferente: la de un hombre como de treinta anos, moreno, rebajuelo, grueso ya, afeitado, de ojos sagaces y ardientes y dentadura brillante, de traje desalinado, de mal cortada ropa, sin guantes, y mostrando unas unas renidas con el cepillo y el pulidor.
Rendido ya de lo mucho que se prolongara la consulta aquella tarde tan gris y melancólica del mes de marzo, el Doctor Moragas se echó atras en el sillón; suspiró arqueando el pecho; se atusó el cabello blanco y rizoso, y tendió involuntariamente la mano hacia el último número de la Revue de Psychiatrie, intonso aún, puesto sobre la mesa al lado de cartas sin abrir y periódicos fajados. Mas antes de que deslizase la plegadera de marfil entre las hojas del primer pliego, abriose con estrépito la puerta frontera a la mesa escritorio, y saltando, rebosando risa, batiendo palmas, entró una criatura de tres a cuatro anos, que no paró en su vertiginosa carrera hasta abrazarse a una pierna del Doctor.
-¡Nené! -exclamó él alzandola en vilo-. ¡Si aún no son las dos! A ver cómo se larga usted de aqui. ¿Quién la manda venir mientras esta uno ocupado?
Reia a mas y mejor la chiquilla. Su cara era un poema de júbilo. Sus ojuelos, guinados con picardia deliciosa, negros y vivos, contrastaban con la finura un tanto clorótica de la tez. Entre sus labios puros asomaba la lengüecilla color de rosa. El rubio y laso cabello le tapaba la frente y se esparcia como una madeja de seda cruda por los hombros. Al levantarla el Doctor, ella pugnó por mesarle las barbas o el pelo, provocando el regano cómico que siempre resultaba de atentados por el estilo.
Veran ustedes las asignaturas que el Estado me obligó a echarme al cuerpo con objeto de prepararme a ingresar en la Escuela de Caminos. Por supuesto, Aritmética y Álgebra; sobra decir que Geometria. A mas, Trigonometria y Analitica; por contera, Descriptiva y Calculo diferencial. Luego, (prendidito con alfileres, si he de ser franco) idioma francés; y cosido a hilvan, muy deprisa, el inglés, porque al senor de aleman no quise meterle el diente ni en broma: me inspiraban profundo respeto los caracteres góticos. A continuación, los infinitos «dibujos»: el lineal, el topografico, y también el de paisaje, que supongo tendra por objeto el que al manejar el teodolito y la mira, pueda un ingeniero de caminos distraerse inocentemente rasgunando en su album alguna vista pintoresca, ni mas ni menos que las mises cuando viajan.
A la verdad, aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como sacrificio en que hace de victima el mismo Dios, yo preferi siempre oir la del senor doctoral de Marineda, figurandome que si los angeles tuviesen la humorada de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos a los hijos de los hombres, cualquier dia veo a un hermoso mancebo rubio, igual que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzandole respetuosamente al senor doctoral la casulla.
Vivia el senor doctoral con su ama, mujer que habia cumplido ya la edad prescrita por los canones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por malvises, y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves cantoras. La casa era, mas que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el ama del doctoral, dona Romana Villardos Cabaleiros, habia sido, in illo tempore, toda una senora, en memoria de lo cual tenia resuelto trabajar lo menos posible, y senora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en memoria de la cual seis dias cada semana se guillaba enteramente, entregandose a tristes recordaciones y olvidando que existen en el mundo escobas y pucheros. En el hogar del canónigo ocurrian a menudo escenas como la siguiente:
Volvia de decir la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la canaleja, su débil estómago repetia con insinuante voz. Es la horita del chocolate. Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba media... Ningún sintoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz timida y carinosa:
-¡Dona Romana..., dona Romana!
Al cabo de diez minutos respondia un lastimero acento:
-¿Qué se ofrece?
-¿Y... mi chocolate?
-¡Ay! -exclamaba la dolorida duena-. Hoy no estoy yo para nada... ¿Sabe usted qué dia es?
-Jueves, 6 de febrero; Santas Dorotea y Revocata...
-Justo... El dia que, hallandome yo mas satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que mi cunado el comandante se habia muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mio! ¡El Senor de la vida me dé paciencia y resignación!
Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:
-Aqui, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelisima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.
-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.
-Yo, hija mia... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos ensenan y nos depuran el alma.
Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:
Te veo, pajarita... ¡Fiese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habras hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión.
Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oidos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.
-Cuando sucedió estaba yo soltera todavia... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis anos ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...
La fisonomia de Claudia expresó, al decir asi, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:
Prepara, si, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mi, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!
En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por una humareda oscura, profundamente melancólica.
La primer senal por donde Asis Taboada se hizo cargo de que habia salido de los limbos del sueno, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finisimo; luego le pareció que las raices del pelo se le convertian en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el craneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardian; latian desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no estaba él para valentias tales. Suspiró la senora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenia molidisimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asis exclamó con voz ronca y debilitada: -Menos abierto... Muy poco... Asi. -¿Cómo le va, senorita? -preguntó muy solicita la Ángela (por mal nombre Diabla)-. ¿Se encuentra algo mas aliviada ahora?
Habia un companero de oficina, un senor Picardo, que nos divertia infinito -dijome el cesante, sacudiendo momentaneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertia, que desde que él faltó, la oficina parecia un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anis.
Picardo y Anis andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenia un genio cascarrabias. Por eso nos entretenia pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oir los desatinos que discurria Anis, las invenciones que se traia cada manana para desesperar al santo varón.
Picardo padecia la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oia en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraisos y oyó el Barbero. Y nosotros le volviamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anis ponia a votos la cuestión.
-Vera usted lo que todos opinan...
-A mi no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
A los pocos dias supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fabrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metia en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca mas palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabia que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocia aún. La Comadreja la acompanó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraiso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogia continuaba en los talleres bajos, que merecian el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de Espana trabajadas con cigarros, orgullo de la Fabrica; los almacenes; las oficinas; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.
Nunca podra decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio licito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguia sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el picaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, mas adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenia, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decia con sonrisa picaresca y confidencial: No me separo de ti. Vamos juntos.
Entonces Eva, que no se dormia, mandó construir altisima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas dia y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasias; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los atomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el dia respirandole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxigeno.
Un paisajista seria capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caido en la vertiente de una montanuela, dabale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecian aureos ranúnculos y en otono abrian sus corolas moradas y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habian trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvian cargados de sacas, a la venida con maiz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien componia, coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castano de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de palida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuan gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salia, no por la chimenea -pues no la tenia la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia-, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!
Cuando la razapa entró, cargada con el haz de lena que acababa de merodear en el monte del senor amo, el tio Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una una córnea, color de ambar oscuro, porque la habia tostado el fuego de las apuradas colillas.
Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda de las senoritas y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compania de unas patatas mal troceadas y de unas judias asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenia el tio Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba Sin duda la lena estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardia mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde nino. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa mas insólita: algo de color vivo, que emergia de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...
Mientras residi en la corte desempenando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraiso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada -porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles-, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.
Durante el acto, inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvian en una atmósfera encantada. Habia óperas que eran para mi un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y cuando fue refinandose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas razones en virtud de las cuales debia gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferi lo que se pega al oido, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podia durar mucho mi insipiencia; en el paraiso me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponian catedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y ensenar y convencer a todo bicho viviente. Mi rincón favorito y acostumbrado, hacia el extremo de la derecha, era, por casualidad, el mas frecuentado de sabios; la facultad salmantina, digamoslo asi, del paraiso. Alli se derramaba ciencia a borbotones y, al calor de las encarnizadas disputas, se desasnaban en seguida los novatos. Detras de mi solia sentarse Magrujo, revistero de El Harpa -periódico semiclandestino-, cuyo suspirado y jamas cumplido ideal era una butaca de favor, para darse tono y lucir cierto frac picado de polilla y asaz anticuado de corte. A este Magrujo competia ilustrarnos acerca de si las entradas y salidas de los cantantes iban como Dios manda; y desempenaba su cometido como un gerifalte, por mas que una noche le pusieron en visible apuro preguntandole qué cosa era un semitono y en qué consistia el intringulis de cantar sfogatto. A mi izquierda
El dia era radiante. Sobre las margenes del rio flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el sol.
Y como el luminar iba picando mas de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las senoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del pais, de sidra achampanada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.
La jira se habia arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las senoritas y senoritos que disfrutaban con el juego de la loteria y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos licitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente senora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el rio, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El mas contento fue Cesareo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.
Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesareo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gastricos, pérdida total del apetito y sueno, pasión de animo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentia en la boda a plazo corto, cuando Cesareo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenia un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empenaba! ¡Y con un empeno tan terco, tan insensato!
Los últimos frios del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purisimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvia del barrio de Salamanca. Llevan las senoras sencillos trajes de manana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la muneca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puno del encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo menique. Algunas van acompanadas de sus ninos: ¡y qué ninos tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.
En primer término, casi frente a mi, descuella un bebé de pocos meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va a su lado -probablemente el papa- le hace una carantona o le enciende un fósforo, el mamón se rie con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Mas alla, una nina como de nueve anos se arrellana en postura desdenosa e indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coqueteria; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e intima complacencia, haciendo un mohin equivalente a Ya sé que os gusto; ya sé que me contemplais. Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual, frondosa, magnifica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mama, algún lazo o mono que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Mas alla de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte anos, tipo afinado de morena madrilena, sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para sonar o recordar.
El dia que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finisimo que revela los trabajos de la polilla, quedéme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecia escandalosa a la edad presente. Porque hartas veces observo que hemos crecido, si no en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayasen sus frases e interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos inocentes. Asi todos andamos recelosos y, valga esta propia metafora, barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo pernicioso y de incurrir en grandisima herejia.
Pero acontece que si llega a agradarnos o a producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya facilmente de la cabeza, y diriase que bulle y se revuelve alli cula el feto en las maternas entranas, solicitando romper su carcel oscura y ver la luz. Asi yo, desde que lei la historia milagrosa que - escrúpulos a un lado- voy a contar, no sin algunas variantes, vivi en compania de la heroina, y sus aventuras se me aparecieron como serie de vinetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores caprichosamente iluminadas, o a modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turqui, púrpura y amaranto. ¡Oh, quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista para empezar diciendo: ¡En el nombre del Padre...!